Una almilla de algodón, una cazadora, un par de botines negros, una pelerina de seda y dos pares de pantalones vaqueros. Subir, bajar. Esperar, entrar, probar, modelar, repetir, decidir. Un ciclo interminable y delirante que le roba la consciencia del tiempo.
El viento arrecia y a su llegada los árboles se agitan, entre enormes polvaredas que ahuyentan a los transeúntes. Él permanece ahí, ahora solo en la calle. Sentado, con el pecho en alto, firme y orgulloso en medio del ventarrón a la espera de la Princesa. Ella no se detiene, sigue ahí. Cachemira y algodón. Lycra, mezclilla y jacquard.
La tarde se ha transformado en un vendaval y a poco, una tormenta inclemente se desgaja torrencial y feroz del firmamento. Ríos corren, viento y lluvia. Él, incólume y gallardo, no se mueve ni un ápice.
Un estruendo, dos más. Los truenos agitan la atmósfera y es entonces cuando, ella, recuerda al guardia que espera afuera, bajo la lluvia inclemente.
La culpa la embarga, como el agua fría que colma el cuerpo del valiente que permanece firme e impasible. Él no se inmuta. Apenas levanta el mentón, saca el pecho y fija la vista en la puerta. Su flamante abrigo dorado está empapado pero su figura escurrida y desaliñada resiste y espera.
Ella corre. Apura el paso. Cajas, bolsas y demás mercaderías por fin han terminado. Con impaciencia observa por la ventana. La tormenta es terrible y él se ha quedado ahí.
Ella corre. Apura el paso. Cajas, bolsas y demás mercaderías por fin han terminado. Con impaciencia observa por la ventana. La tormenta es terrible y él se ha quedado ahí.
La Princesa abre la puerta, consternada lo busca con los ojos. Entre la tormenta, él sigue ahí. Atado a una banca justa a la entrada de Zara. “Príncipe”, el joven y fiel Golden Retriever, espera bajo la lluvia.
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