jueves, 30 de marzo de 2023

Fé. Riesgo.


En aquella cavidad habitan más de 700 especies diferentes de bacterias. Al menos 10 millones de microorganismos y sin dudarlo, los dos se toman por el cuello, se besan. 

Dos tercios del Tate Modern (Anécdota medrosa sobre exorcismos fotográficos)

Era una foto horrenda. Maldita. En formato espectacular ocupaba dos tercios de la enorme pared blanca en el sótano del Tate Modern en Londres. 

La imagen palpitaba. La escena exudaba oscuridad y miedo. Terror puro en 24 mm. No, no es lo peor que he visto pero si es probablemente lo más perturbador que he presenciado. 

En blanco y negro la escena demoniaca, la posesión, el cuerpo contrahecho y giboso, los ojos en blanco, las pieles negras, los vestidos de algodón blanco, el vómito, los feligreses aullando, la sangre, el padre rendido y la iglesia en llamas. Una cámara infernal en la tierra capturada por un lente y exhibida para la posteridad. Un vestigio de lo oculto. Prueba viva o muerta. No sé. Prueba inerte de un báratro abominable. Prueba inmóvil de qué existe lo que no queremos ni deseamos que exista. 

El deseo por conectar cada uno de las partes de un contexto, es una práctica humana débil, pero igualmente práctica y efectiva. No sé si aquel

Encuentro con la fotografía tenga algo que ver. No recuerdo al autor. No olvido, sin embargo, que ese mismo día en circunstancias incomprensibles perdí la vista y aquella imagen se quedó en mi psique para siempre.

Era una foto horrenda. Maldita. En formato espectacular ocupaba dos tercios de la enorme pared blanca en el sótano del Tate Modern en Londres. 


Gemela


Nunca subestimes el poder de la obviedad y lo evidente. 
Alétheia

obvio, via
Del lat. obvius.
1. adj. Que se encuentra o pone delante de los ojos.
2. adj. Muy claro o que no tiene dificultad.

evidente
Del lat. evĭdens, -entis.
1. adj. Cierto, claro, patente y sin la menor duda.
2. adv. U. como expresión de asentimiento o confirmación. —Te parece injusto, claro. Evidente.

Era blanca. No negra, tampoco obscura. Blanca. 
Empero la turba disiente. Algunos gritan ¡es pálida! pero no blanca.  Otros se atreven escupiendo maldiciones ¡Es gris claro… gris, pinche puto, parásito, mantenido… sí, tú, pocos huevos, fascista y ciego inmundo! 
Al fondo, los más cautos racionalizan el supuesto ardid con «cientifismos mágicos»: El blanco, lo blanco, no existe, sólo la luz puede arrojar un blanco casi puro. 
Uno de lentes, muy sosegado, remata con solemnidad displicente:  El blanco es un color acromático, de claridad máxima y oscuridad nula. Perceptualmente es luz intensa constituida por todas las longitudes de onda del espectro visible.
Exacto. ¡Es blanca! digo con serenidad y nuevamente se encienden, dan manotazos, gritan y hierven. 
No es un dilema, un concurso o una justa por la razón. 
No había duda. Aquella declaración era blanca. Todos (ella, ellos y yo) lo sabíamos pero la colorida obscuridad «sic» de la ira, la mentira, la soberbia, el engaño y el descaro nubló activamente sus conciencias y en la penumbra, irónicamente, brillaba aún más. 
Acabaron conmigo en segundos. Mi franqueza hecha jirones. Muerta. A su lado ella permanecía inerte. La honestidad es hermana de la valentía. La verdad es blanca y tiene una hermana gemela. 

Tan poco soy (Ironías)


Basta tan solo una mentira para poner en duda todas las verdades.

H. G. Wells. 


En la intimidad del cuarto de baño me miro al espejo. Ahí permanece, despojado y en absoluta soledad, un cepillo de pelo (a pesar de que soy calvo). 

Sí, soy el etíope más ordinario, el más estándar de todos, enjuto y enceño pero (irónicamente) anoréxico. 

Irónicamente no sé si soy «blanco» de burlas o lástima: nací y crecí siendo zurdo pero perdí justo esa mano, en el 2015, durante la guerra. No hay duda, soy manco.  

En la intimidad del cuarto de baño me miro al espejo. El cepillo llora y yo con él. Ahí permanecemos los dos, despojados y en absoluta soledad.

Princesa (Cuento infantil retro moderno)


Una brisa tenue recorre la calle. El viento frío, apenas perceptible, cruza el umbral de la puerta. Adentro, ella corre. Un frenesí inexplicable la embarga, mientras sube y baja las dos plantas de la moderna casona. 

Una almilla de algodón, una cazadora, un par de botines negros, una pelerina de seda y dos pares de pantalones vaqueros. Subir, bajar. Esperar, entrar, probar, modelar, repetir, decidir. Un ciclo interminable y delirante que le roba la consciencia del tiempo.
El viento arrecia y a su llegada los árboles se agitan, entre enormes polvaredas que ahuyentan a los transeúntes. Él permanece ahí, ahora solo en la calle. Sentado, con el pecho en alto, firme y orgulloso en medio del ventarrón a la espera de la Princesa. Ella no se detiene, sigue ahí. Cachemira y algodón. Lycra, mezclilla y jacquard. 
La tarde se ha transformado en un vendaval y a poco, una tormenta inclemente se desgaja torrencial y feroz del firmamento. Ríos corren, viento y lluvia. Él, incólume y gallardo, no se mueve ni un ápice. 
Un estruendo, dos más. Los truenos agitan la atmósfera y es entonces cuando, ella, recuerda al guardia que espera afuera, bajo la lluvia inclemente. 
La culpa la embarga, como el agua fría que colma el cuerpo del valiente que permanece firme e impasible. Él no se inmuta. Apenas levanta el mentón, saca el pecho y fija la vista en la puerta. Su flamante abrigo dorado está empapado pero su figura escurrida y desaliñada resiste y espera.  
Ella corre. Apura el paso. Cajas, bolsas y demás mercaderías por fin han terminado. Con impaciencia observa por la ventana. La tormenta es terrible y él se ha quedado ahí. 
La Princesa abre la puerta, consternada lo busca con los ojos. Entre la tormenta, él sigue ahí. Atado a una banca justa a la entrada de Zara. “Príncipe”, el joven y fiel Golden Retriever, espera bajo la lluvia.

Histriónico. (Relato breve sobre las aptitudes escénicas de mi muerte)




La vida es una obra de teatro que no permite ensayos. 
Charles Chaplin (1971). 

Expiré frente al telón. Perecí bajo las luces. Morí en un teatro. 

Justo al final de mi interpretación. En la línea más palpitante y sobrecogedora de mi personaje. Un militar in extremis que sucumbe al silencio y que, súbitamente, lo acoge una sordera implacable. 

Me desplomé ahí, en el escenario, ante un público perplejo y extraviado. Un murmullo, gimoteos y apenas un par de gritos de alarma. Después la confusión y el pandemonio. 

De bruces contra la madera, inmóvil y silencioso. Ahora, no sólo sordo, también mudo. Irónica y definitivamente muerto por la lesión artificial. Realmente por un infarto. Una herida fulminante en el corazón que dejó brotar a mi pecho borbotones descarriados. Sangre que, minutos antes, oscilante trasladaba mi alma por el cuerpo. 

Expiré frente al telón. Perecí bajo las luces. Morí en un teatro. Justo al final de mi interpretación. En la línea más palpitante y sobrecogedora de mi personaje. A pesar de mi impactante desempeño histriónico, de mi dramática realidad, no ocurrió la ovación correspondiente. No vítores o palmas. Ni un aplauso. Sólo silencio. No hay duda, mi muerte no sabe actuar. 

Sabiduría y gravedad. (Oda a Newton).

F = Gm1m2/r2
Ley de Gravitación Universal. Sir Isaac Newton. 

La pierna derecha tropieza al borde del escalón y de un tumbo emprendo el vuelo. He perdido la lucha ante los efectos de la gravedad. El equilibrio desaparece y cada miembro de mi ser se sacude y agita. Los brazos y manos intentan asirse al viento, alcanzar un milagro, sostenerse del aire. Mi torso gira burdo y grotesco, mientras la cabeza emprende la trayectoria directa al parqué de la casa. 
La boca abierta. Los ojos desorbitados y un suspiro de pavor. Una mueca ridícula me acompaña en el camino. 
Por fin. Un golpe sordo y violento. Caigo con potencia al suelo. Primero hincado. Las dos rodillas golpean, plenas y contundentes, contra la madera. Sucumbe el resto del cuerpo y me desplomo sin meter las manos. De rodillas continuo y me inclino vertiginoso. Mi cabeza impacta justo en el vértice de la sien derecha. Después obscuridad y silencio. 
Un segundo y vuelvo a mi. Primero confusión. Después el deseo incontrolable de recuperar la vertical, de erguirme y así lo hago. 
Primero guardo la compostura y con dignidad me recompongo. No hay nadie en casa y sin embargo me avergüenzo. Atribulado doy un par de pasos. Un sabor metálico y salado transforma el ambiente. Un grueso hilo de sangre corre, por mi mejilla izquierda, hasta la boca. Lo mismo ocurre con las rodillas. De dos grandes hendiduras brotan borbotones de plasma obscura y espesa. 
«Estoy herido» digo en voz alta y dolorido me acerco lentamente al espejo en el vestíbulo del departamento. «No pasa nada, no pasa nada» repito nervioso, en espera de ver mi reflejo. 
Ahí estoy. Estropeado totalmente. 
La refracción me estremece. Un músculo blanco y sanguinolento deja ver ambas rótulas y la piel desmembrada.  
Aquello no es lo peor, un enorme tajo circular emana sangre incontenible que inunda mi cara. Un pedazo de piel se ha separado y cae hacia el frente. Todo es sangre. Una escena color bermellón. 
«No pasa nada, no pasa nada» repito nervioso. «Pudo ser peor» me digo convencido. Me poso en el suelo. Suspiro. La sangre no para y yo, con sabiduría insisto «No pasa nada, no pasa nada». 
Averiado y roto no siento dolor. Es cierto, no hay duda, pudo ser peor. 
La pierna derecha tropieza al borde del escalón y de un tumbo emprendo el vuelo. Me he caído. Me he destrozado el cuerpo y también el alma pero lo acepto con cordura y prudencia. No corro, no tiemblo. Aprendo. 
Quizá es la sabiduría que sobreviene a los efectos de la gravedad. La gravedad de Newton y de mis heridas. 

En todos sentidos (Crónica de un titán y un gallinero)


Vivía en una jaula entre paja, mierda y malla de acero. Como una bestia. Su tarea era atroz y cruel pero él parecía disfrutarla. Se le veía ahí, en medio de la granja, un bruno sonriendo bajo el rayo del sol. Un titán lleno de vida. 

El corpulento negro, atolondrado y palurdo, tenía el deber de torcerle el cuello a las gallinas enfermas. 

Aquel verano, sin embargo, la fiebre afectó a varios cientos de ellas y el negro, indiferente, no paró durante dos días. Un crack tras otro mientras apretaba los labios. 

Fue justo cuando le faltaba aniquilar a la última docena que cayó al suelo, de bruces sobre la paja, a un lado del abrevadero. 


Los peones lo observaron con desdén mientras el capataz le confirmaba a su madre, la negra Madela, que el negro había muerto. Infectado por la propia fiebre. Madela no emitió ni un sonido tampoco una lágrima. Lentamente se alejó impasible. 


Vivía en una jaula entre paja, mierda y malla de acero. Como una bestia. Su tarea era atroz y cruel pero él parecía disfrutarla. Se le veía ahí, en medio de la granja, un bruno sonriendo bajo el rayo del sol. Un titán antes lleno de vida. Ahora un negro, en todos sentidos, lleno de muerte.