La vida es una obra de teatro que no permite ensayos.
Charles Chaplin (1971).
Expiré frente al telón. Perecí bajo las luces. Morí en un teatro.
Justo al final de mi interpretación. En la línea más palpitante y sobrecogedora de mi personaje. Un militar in extremis que sucumbe al silencio y que, súbitamente, lo acoge una sordera implacable.
Me desplomé ahí, en el escenario, ante un público perplejo y extraviado. Un murmullo, gimoteos y apenas un par de gritos de alarma. Después la confusión y el pandemonio.
De bruces contra la madera, inmóvil y silencioso. Ahora, no sólo sordo, también mudo. Irónica y definitivamente muerto por la lesión artificial. Realmente por un infarto. Una herida fulminante en el corazón que dejó brotar a mi pecho borbotones descarriados. Sangre que, minutos antes, oscilante trasladaba mi alma por el cuerpo.
Expiré frente al telón. Perecí bajo las luces. Morí en un teatro. Justo al final de mi interpretación. En la línea más palpitante y sobrecogedora de mi personaje. A pesar de mi impactante desempeño histriónico, de mi dramática realidad, no ocurrió la ovación correspondiente. No vítores o palmas. Ni un aplauso. Sólo silencio. No hay duda, mi muerte no sabe actuar.
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