La mano derecha empuña la navaja contra la barra de acero. Con sorprendente destreza graba 2 letras. “RG” puede leerse en una caligrafía nerviosa, casi infantil.
Los ojos del guardia no se apartan de sus manos. Entre llantos suspira, toma una bocanada y regresa el instrumento a su dueño.
Minutos después la celda se colmará de gente. Celadores, periodistas, representantes de derechos humanos y un clérigo se apretujan con precisión, evitando tocar al condenado.
55 metros de procesión silenciosa hasta la puerta del pequeño anfiteatro en el sótano de la prisión. Más adelante el final o el principio, nadie la sabe. Sólo quedará el vestigio de un par de letras grabadas sobre la reja, un testamento que, al igual que él, se borrará de la memoria del mundo 2 días después, cuando una capa pintura aniquile también su recuerdo.