“Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: Un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…”
Groucho Marx (1890-1977) Actor estadounidense.
No suelo disfrutar los programas de pastelazos. No me divierten los tres chiflados y a Chespirito apenas lo tolero. Tampoco soy partidario de las anécdotas escatológicas y me repatean los chistes forzados que se valen de un tremendo insulto para desprender las risas de la audiencia. Lo sé, soy un amargado y no lo niego.
A pesar de ello, recientemente fui presa de mi propia condición y experimenté con ironía una situación que, debo admitir, me pareció francamente jocosa e hilarante. No suelo escribir de temas íntimos y espero perdonen el atrevimiento. Creo sin duda que todos, al menos alguna vez hemos vivido un momento así y encontrarnos en nuestra propia “ordinariedad” siempre resulta fascinante.
8:50 PM: Presiono el botón y a la manera de un juego de Disney World, la enorme puerta de metal se abre. Raudo y veloz bajo por la rampa, tomo a la derecha y avisto mi espacio de estacionamiento. Reversa y vamos pa’tras. De un sólo movimiento me aparco, retiro la llave de la ignición y bajo del auto. ¡Ni James Bond podría ser más preciso!
8:52 PM: Sólo 8 pasos y ya estoy en la puerta del elevador. ¿Mi destino? el segundo piso. El botón de acrílico brilla al contacto y con paciencia espero. Mmm... Ya está listo lo de la Lotería… falta la nueva campaña ¿Ángeles o no Ángeles? Los segundos pasan y yo deliro entre proyectos, historias y sucesos.
8:54 PM: ¡Por fin! El elevador esta aquí. La puerta se abre e ingreso a la confortable celda de metal. Presiono el número 2 y nuevamente espero. La habitación se estremece, y en un flash la luz se prende y apaga. El elevador emprende su viaje.
8:55 PM: El delirio también sigue en marcha y de un golpe regresa a mi mente una broma de adolescentes, una anécdota de juventud… aquí están de nuevo las bromas y las risas: el recuerdo es perfecto.
Es entonces cuando todo ocurre, cuando sobreviene el desastre. La felicidad se acumula en el pecho y crece, colmando los pulmones, ascendiendo hacia el rostro. La emoción sigue su curso saturando la cabeza, la garganta, la lengua y las mejillas. La felicidad del recuerdo es incontenible… y de repente una carcajada se me escapa!
Lo lamentable del momento es que la risa viene acompañada por un invitado inesperado y francamente horrendo. La felicidad se me escapa en su peor estado, el gaseoso. Primero el trueno y luego la risa. Regresa el gas y otra vez una carcajada. Allá voy, ascendiendo feliz en una intermitente jornada de gaseosas sonrisas. Extasiado me detengo a respirar, la risa se convierte en suspiro y por fin descanso.
Una pausa de un segundo y entonces… ¡Ah caray! Yo no sabía que la felicidad oliera tan mal. Una mezcla de pena y malicia me invade. Vuelvo a sonreír. ¡El olor es infame! Apenas puedo respirar y nuevamente río sin control.
8:55:38 PM: ¿Porqué no he llegado? ¿En que piso estoy? ¡Nooo! A manera de venganza la tecnología me traiciona y el elevador pasa de largo su destino. Piso 3 ¡No chin#@s! Piso 4 ¡En la madre! Piso 5. ¡Ni modo! Empiezo a sudar. ¡Santa María de Tepetlapa... que nadie se suba por favor!
En un intento desesperado por disipar mis más íntimos humores agito los brazos, doy saltos y resoplo. El olor se acrecienta y el elevador se detiene. ¡Dios nos guarde!
8:56:12 PM: En cámara lenta la puerta de metal se abre y todas mis plegarias se vienen abajo. Don Ricardo Martínez Acuña, su esposa Graciela, su hija Lily, el abuelo Pepe y Mariano, el más pequeño de la familia, me sonríen justo antes de abordar el elevador.
Inocentes los 5 cruzan el umbral de lo higiénico y sin percatarse se acomodan en el diminuto espacio. Yo estoy verde de la pena pero aún no hay reacciones. El quinteto permanece inmóvil, perplejo… está asimilando el ambiente. Con discreción empiezan a intercambiar miradas. El abuelo se agita, estira el cuello, baja la cabeza… tiene calor, tiene frío, no aguanta. La niña se esconde detrás de su madre y el señor de la casa, con el ceño fruncido, clava la mirada en su esposa que simplemente luce aterrada. Las cámaras de gas existen y en este momento yo soy del Tercer Reich.
Apenas balbuceando el infierno se desata: ¡Mamá huele feo! dice el infante de 4 años. La madre se contiene, toma por la cabeza al niño y con la mirada le dice ¡cállate chamaco, compórtate y aguanta, ya casi llegamos!
8:56:12 El tiempo se detiene y al unísono los 5 me observan. Yo me desentiendo y permanezco callado, viendo hacia el techo. Inevitablemente recurro al cliché del silbido sutil. El niño insiste: ¡Mamá huele fuchi! Ahora mi rostro es todos colores.
En mi interior maquino diferentes excusas: ¿Qué hago? ¿sutilmente culpo al niño? o tal vez, en un arrebato de sinceridad señalo al anciano, evidenciando que la incómoda situación es resultado de su incontinencia tolerable. Todas las opciones son ridículas y de igual forma graciosas. Ahora es mi cuerpo el que me traiciona. Mientras silbo, una risa se me escapa (esta vez sin acompañamiento) y como por arte de magia otro fenómeno ocurre: la niña me hace segunda. La pequeña ríe, el abuelo la secunda y poco después lo hacen el padre y la madre. El niño no entiende qué pasa, pero sigue a sus padres por pura imitación. Por fin el elevador se transforma en un mar de risas y la tensión desaparece.
Ahí estamos, sofocados por el ambiente enrarecido, deleitados por las carcajadas.
8:57 PM: La fiesta continua hasta que el elevador toca tierra. Estamos una vez más en el sótano. La familia sigue riendo y mientras las puertas se abren, se despiden de mi aún sonriendo. El niño incluso me abraza la pierna en un gesto de solidaridad ¡A mi también me ha pasado mano! parece decirme, después se escabulle hasta tomar la mano de su madre. Justo al bajar el abuelo sella el momento con una trompetilla mientras pellizca suavemente la panza de su nieto. La puerta del elevador se cierra y yo me doy cuenta que estoy en el punto dónde todo empezó. Aquí estoy, aún tratando de recuperar el aliento, con el abdomen contraído por tanto reír, con el alma plena y el corazón satisfecho. Soy feliz, soy feliz.
8:57:30 PM: Presiono el número 2 y nuevamente espero. La habitación se estremece, y en un flash la luz se prende y apaga. El elevador emprende su viaje.
De un golpe regresa a mi mente lo ocurrido y con malicia presiono también el número 5. Vuelvo a sonreír. La felicidad se acumula en el pecho y crece, colmando los pulmones, ascendiendo hacia el rostro. La emoción sigue su curso saturando la cabeza, la garganta, la lengua y las mejillas. La felicidad del recuerdo es incontenible… y nuevamente una carcajada se me escapa!