“En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta”
Pablo Neruda (1904-1973) Poeta chileno.
Olviden las pantallas de plasma o LCD, descarten los receptores planos de alta definición y omitan también los televisores de 999 canales. Mi primera TV fue una muy diferente a las actuales. Tenía una diminuta perilla de plástico amarillo brillante, ideal para mi manos regordetas. La carcaza era roja, también de plástico y como “las teles de verdad” tenía un acrílico transparente que hacía las veces de pantalla. La bocina y el sintonizador de canales eran aparentes, representados por una calcomanía de papel impresa en colores primarios. Eso sí, mi primera TV poseía una virtud que el futuro tecnológico habría de probar necesaria: a la manera de cualquier teléfono celular 3G, iPod Video o PSP, mi TV era totalmente portátil. Un asa de plástico, también amarillo, permitía transportar el “receptor” a cualquier parte de mi casa, así que como ningún otro adulto de la década de los 70, yo, un mocoso de apenas 5 años, era capaz de ver televisión lo mismo en la cocina del apartamento de mis padres que en el baño de Carlitos, mi amigo y vecino. No hay duda, mi TV era grandiosa.
La única decepción (o bendición, vaya uste’ a saber) era el contenido que presentaba. La programación de mi TV era un infinito de repeticiones: siempre la misma serie, el mismo score musical y por supuesto los mismos actores. Y es que aquel “aparato infantil”, estaba destinado a la repetición porque su naturaleza “tecnológica” (y por ende su manual de operación) así se lo determinaban. Sólo gire suavemente la perilla de los canales unas 10 veces (¡hasta que haga “clack”, no! reprendía mi madre) y después disfrute del entretenimiento. Evidentemente mi primera TV era una caja de música, provista de un sintonizador (la perilla amarilla) que era en realidad la cuerda que había que dar al mecanismo para que este, al arrancar, permitiera que dos grandes rodillos girasen al compás de las notas musicales. Estos rodillos a su vez transportaban una banda de papel impresa con motivos infantiles que cubría toda la pantalla de acrílico y que daba vida a la programación. Al avanzar, la tele de juguete presentaba dos programas, por supuesto en inglés ¡porque mi TV era importada!: El primero presentaba a un niño y una niña que felices remaban por el cauce de un río. ¿Su destino? El horizonte incierto, el futuro impredecible, la felicidad anhelada. El tema musical era obvio: “Row, Row, Row your boat, gently down the stream, merrily, merrily, merilly, life is but a dream”. Quién iba a pensar, a tan tierna edad, que aquella canción de cuna, escrita 90 años antes (en 1881) era un himno británico orientado a representar las vicisitudes y alternativas que presenta la vida, esas que sólo pueden ser conquistadas y superadas llevando el barco en la dirección correcta, a través del trabajo arduo y el esfuerzo constante. Para vivir y ser feliz hay que remar con y contra la corriente, despertar de la ilusión para surcar las afluentes de la vida. ¡Órale! Mi TV era inteligente, una filosofía ambulante de plástico, madera y cartón.
El segundo show era similar, podría decirse que de “turismo”, pues mostraba un gran barco cruzando el puente levadizo del Tower Bridge en Londres. “London Bridge Is falling down, Falling down, Falling down. London Bridge Is falling down, My fair lady” rezaba la melodía mientras el barco se perdía con todo y la torre una vez que el rodillo seguía su marcha para dar vuelta completa y traer de vuelta al pequeño navegante. Lamentablemente como toda TV la programación de mi receptor presentaba profundas imprecisiones pues, para mi desgracia, 20 años después aprendería (durante mi primera y única visita a la capital británica) que el Puente de Londres era y es un desabrido pontón de concreto que sin pena ni gloria cruza el río Támesis, entre City of London y Southwark.
Como era de esperarse la monotonía de la programación, la perturbadora repetición musical y los años terminaron por hacerme olvidar el juguete y poco después la maltratada televisión fue historia. No recuerdo la última transmisión, tampoco sé de su paradero. A pesar del olvido, de las imperfecciones, más de dos décadas después debo admitir que la extraño. Hoy me doy cuenta que aquella, mi primera TV era perfecta. Nada de noticieros sensacionalistas, nada de presidentes dictadores o diputados estúpidos, nada de Britneys y Hiltons, nada de Fabiruchis, de los Simpson o de 24, nada de “analistas políticos” ni de Canales Gourmet, nada. En mi primera TV nada de malo y todo de bueno. Y es que ella, Mi primera TV era ideal: ecológica, porque no usaba pilas o energía eléctrica; pacifista y amable, porque no sabía de violencia ni de sexo desmesurado; reconfortante, porque no contemplaba el futuro con miedo al calentamiento global, a la fiebre aviar o a la clonación de humanos. Mi TV no comprendía ni lo malo ni lo bueno, no juzgaba, no opinaba, ni entorpecía o perturbaba. Su único canal era el de los sueños, un precario pero excepcional mecanismo diseñado para llevarme a dormir, para hacerme soñar con ríos y cielos azules, con barcos y puentes levadizos.
Mi primera TV era así, inocente y sincera, como yo alguna vez lo fui, un receptor de felicidad en sintonía perfecta.